Era bastante temprano esa mañana, cuando Dante caminaba, con una característica sonrisa de confianza en el rostro, hacia lo que sería su nuevo hogar por un tiempo indefinido.
Después de una larga caminata por la colina, llegó a la reja que separaba los terrenos del instituto del resto del mundo. No quiso esperar a que la abrieran, pues no se veía al portero en ningún lado –“debe de haber ido por un café”- pensó Dante-“será mejor que entre por mi cuenta”.
El joven no llevaba gran cosa consigo. Tan solo una pequeña mochila con un par de pantalones vaqueros y unas cuantas camisas, y en la espalda, bien cuidado y dentro de su funda, su querido bajo e inseparable amigo “Gaia”.
Por suerte la reja tenia espacios lo suficientemente grandes para que Gaia cupiera entre ellos. Así que tomó su bajo y lo paso entre las rejas, colocándolo después en el césped dentro de los terrenos de la mansión. Al bajo lo siguió la mochila con sus pertenencias. Y una vez colocadas a salvo sus cosas, comenzó a trepar la reja. No le costó mucho trabajo en realidad, el era bastante ágil para esa clase de cosas. Una vez del otro lado, recogió sus cosas y emprendió de nuevo su camino a la mansión.
Al llegar al edificio, se detuvo durante unos minutos a contemplar la enorme estructura. Al joven moreno le fascinaban todas las artes habidas y por haber, y la arquitectura no era la excepción. El momento de apreciación se extendió solo un poco más, y al estar satisfecho, Dante esbozó una sonrisa y continuó su camino hacia la puerta de entrada.
Una vez dentro, echó un largo vistazo al recibidor, contemplando las pinturas en las paredes, la inmensa escalera que llevaba al primer piso y todos los detalles que hubiera en aquella habitación, que le parecieran interesantes.
Tras meditarlo un momento, decidió que lo mejor sería dejar sus cosas en su habitación y después recorrer la mansión, así que subió por las escaleras y se dirigió al pasillo donde se encontraban las habitaciones.